Hola gente linda. Ahora voy a participar en una
¡Antología de retellings de cuentos! y ya tengo escogido el cuento al que le daré mi propio toque de misterio. Personalmente, este cuento es mi favorito de los de Charles Perrault. Les dejo el cuento para que sepan a qué me refiero.
Si quieren participar de esta antología solo denle click
aquí para que lean las bases.
Barba Azul de Charles Perrault
Hubo una vez un hombre que poseía una gran fortuna: hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla con numerosas piezas de oro y plata, joyas, piedras preciosas, muebles forrados en finísimos brocados, fastuosas carrozas tiradas por elegantes caballos; pero este hombre que disponía de inmensos bienes materiales, tenía un grave problema: su barba era de color azul, lo que le daba un aspecto feroz, feo y malvado, que atemorizaba a todo el que se cruzaba en su camino que salía huyendo de él “como alma que lleva el diablo”.
Este miedo venía reforzado por el hecho de que se había casado varias veces y sus esposas habían desaparecido sin dejar rastro.
Una vecina suya, dama muy distinguida, tenía dos hermosas hijas, un día después de llenarse de valor le pidió una en matrimonio, y dejó a su elección que le diera la que quisiera. Ninguna de las dos quería y se lo pasaban la una a la otra, pues no se sentían capaces de tomar por esposo a un hombre que tuviera la Barba Azul.
Con el fin de consolidar su conquista Barba Azul les invitó a una de sus mansiones del campo, donde organizó grandes fiestas, banquetes, bailes, cacerías, veladas nocturnas y todo tipo de diversiones hasta que al final terminó por vencer la resistencia de la más pequeña que accedió a casarse con él.
Nada más pasado un mes de la boda, Barba Azul dijo a su mujer que tenía que hacer un largo viaje, al menos de seis semanas por un asunto importante, no obstante, le rogaba que se divirtiera mucho durante su ausencia, que invitara a sus amigas, que las llevara al campo si quería y que no dejase de pasarlo bien. Le entregó las llaves de los muebles donde guardaba todos sus tesoros, como joyas y vajilla y las de todas las habitaciones con la prohibición expresa de que nunca usara una pequeña llave que abría la puerta de un recóndito gabinete.
Ella prometió observar estrictamente cuanto se le acababa de ordenar y él, después de besarla, subió a su carroza y partió de viaje.
Las vecinas y las amigas corrieron curiosas a la casa de la recién casada, impacientes como estaban por ver todas sus riquezas, pues no se habían atrevido a ir cuando estaba el marido, por el temor que les imponía su Barba Azul, quedando patidifusas ante tanto lujo y riqueza.
Cuando la joven esposa se quedó solo la curiosidad fue tan grande que se acercó a la puerta prohibida y la abrió, al vislumbrar lo que allí había el pánico la paralizó: el suelo estaba sembrado con los cadáveres de las esposas desaparecidas de Barba Azul. Temblando de pánico volvió a cerrar la puerta y salió corriendo del aposento y fue a refugiarse a su habitación. Después de mucho tiempo consiguió tranquilizarse un poco, reparó entonces en que la llave se había manchado de sangre, y la limpió con afán, pero por más que frotaba la sangre no desaparecía.
Barba Azul volvió inesperadamente aquella misma noche de su viaje, su mujer hizo todo lo que pudo por demostrarle que estaba encantada de su pronto regreso.
Al día siguiente, él le pidió las llaves, y ella se las dio, pero con una mano tan temblorosa, que él adivinó sin esfuerzo lo que había pasado.
—¿Cómo es qué —le dijo— la llave del gabinete no está con las demás?
—Se me habrá quedado arriba en la mesa. —contestó.
—No dejéis de dármela en seguida. —dijo Barba Azul.
Después de aplazarlo varias veces, no tuvo más remedio que traer la llave. Barba Azul, habiéndola mirado, dijo a su mujer:
—¿Por qué tiene sangre esta llave?
—No lo sé. —respondió la pobre mujer, más pálida que la muerte.
—No lo sabéis. —prosiguió Barba Azul—; pues yo sí lo sé: habéis querido entrar en el gabinete. Pues bien, señora, entraréis en él e iréis a ocupar vuestro sitio al lado de las damas que habéis visto.
Ella se arrojó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón con todas las muestras de un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente. Hermosa y afligida como estaba, hubiera enternecido a una roca; pero Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca.
—Señora, debéis de morir —le dijo—, y ahora mismo.
—Ya que he de morir —le respondió, mirándole con los ojos bañados en lágrimas—, dadme un poco de tiempo para encomendarme a Dios.
—Os doy medio cuarto de hora —prosiguió Barba Azul—, pero ni un momento más.
Cuando se quedó sola, llamó a su hermana y le dijo:
—Ana, hermana mía (pues así se llamaba), por favor, sube a lo más alto de la torre para ver si vienen mis hermanos; me prometieron que vendrían a verme hoy, y, si los ves, hazles señas para que se den prisa.
Su hermana Ana subió a lo alto de la torre y la pobre afligida le gritaba de cuando en cuando:
—Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?
Y su hermana Ana le respondía:
—No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea.
Entre tanto Barba Azul, que llevaba un gran cuchillo en la mano, gritaba con todas sus fuerzas a su mujer:
—¡Baja en seguida o subiré yo a por ti!
—Un momento, por favor —le respondía su mujer; y en seguida gritaba bajito:
—Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?
Y su hermana Ana respondía:
—No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea.
—¡Vamos, baja en seguida —gritaba Barba Azul— o subo yo a por ti!
—Ya voy -respondía su mujer, y luego preguntaba a su hermana:
—Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?
—Veo -respondió su hermana —una gran polvareda que viene de aquel lado.
—¿Son mis hermanos?
—¡Ay, no, hermana! Es un rebaño de ovejas.
—¿Quieres bajar de una vez? —gritaba Barba Azul.
—Un momento —respondía su mujer; y luego volvía a preguntar:
—Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?
—Veo —respondió— dos caballeros que se dirigen hacia aquí, pero todavía están muy lejos.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó un momento después—. Son mis hermanos; estoy haciéndoles todas las señas que puedo para que se den prisa.
Barba Azul se puso a gritar tan fuerte, que toda la casa tembló.
La pobre mujer bajó y fue a arrojarse a sus pies, toda llorosa y desmelenada.
—Es inútil —dijo Barba Azul—, tienes que morir.
Luego, cogiéndola con una mano por los cabellos y levantando el gran cuchillo con la otra, se dispuso a cortarle la cabeza.
La pobre mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecientes, le rogó que le concediera un minuto para recogerse.
—No, no —dijo—, encomiéndate a Dios.
Y, levantando el brazo...
En aquel momento llamaron tan fuerte a la puerta, que Barba Azul se detuvo bruscamente; tan pronto como la puerta se abrió vieron entrar a dos caballeros que, espada en mano, se lanzaron directos hacia Barba Azul. Él reconoció a los hermanos de su mujer, el uno dragón y el otro mosquetero, así que huyó en seguida para salvarse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes de que pudiera alcanzar la salida.
Le atravesaron el cuerpo con su espada y lo dejaron muerto. La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos.
Sucedió que Barba Azul no tenía herederos, y así su mujer se convirtió en la dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; empleó la otra parte en comprar cargos de capitán para sus dos hermanos; y el resto en casarse ella también con un hombre muy honesto, que le hizo olvidar los malos ratos que había pasado con Barba Azul.
Y este cuento nos deja una moraleja:
La curiosidad, teniendo sus encantos,
a menudo se paga con penas y con llantos;
a diario mil ejemplos se ven aparecer.
Es, con perdón del sexo, placer harto menguado;
no bien se experimenta cuando deja de ser;
y el precio que se paga es siempre exagerado.
Por poco que tengamos buen sentido
y del mundo conozcamos el tinglado,
a las claras habremos advertido
que esta historia es de un tiempo muy pasado;
ya no existe un esposo tan terrible,
ni capaz de pedir un imposible,
aunque sea celoso, antojadizo.
Junto a su esposa se le ve sumiso
y cualquiera que sea de su barba el color,
cuesta saber, de entre ambos, cuál es amo y señor.